La madrugada del último día de febrero fue de las pocas que
recordarán íntimamente. Acabó con un amanecer que ninguno de los dos pensaba
tener. Sin embargo, allí se encontraban, estirados sobre la fresca hierba a la orilla
del río.
Él, de pelo azabache, no sabía cómo actuar. ¿Qué debía
hacer? Nunca se había encontrado en una situación como aquella.
Ella, pelirosa, estaba nerviosa, mucho, pero no lo suficiente
como para alejarse. Tenía que ser su oportunidad.
Las estrellas iluminaban el cielo, presagio de que al día
siguiente, que en verdad ya era ese día, llovería. Podrían tomarse el tiempo
bien o mal, pero ese día la alegría nadie les quitaría.
Hablaron. No mucho. Era mejor callar y escuchar la harmonía
de la naturaleza. Ellos se integraban en ella.
Se acercaron. Cada vez más. La frescura de la noche les
hacía buscar un lugar cálido al que acudir, y no tenían nada más cerca que
ellos dos.
¿Quién dio el primer paso? No podrían estar seguros. ¿Acaso
importaba? Aún así, los dos sabían que ella había dado a conocer sus
sentimientos años atrás.
Después de respirar en silencio, susurrar y acariciarse mutuamente,
se envolvieron en un beso. Fue cálido, fresco, amparador y otros adjetivos que
lo describirían, pero el mejor, sin duda, es que fue un beso querido. Por parte
de los dos. Sonrieron a la otra persona. No podían expresar nada más sincero.
El paisaje los embelesó. Los envolvió como si ellos fueran
los únicos presentes en un mundo en el que la Cuarta Guerra Mundial Ninja
terminó haría un par de años.
Ella se acostó sobre el pecho de él, despierta con los ojos
cerrados. Él la dejó.
Sakura y Sasuke, esos son sus nombres.
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